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Un nuevo contrato fiscal: empresas frente a la economía que ya cambió

La salida del cepo no vino sola. No es apenas una medida cambiaria ni una señal de estabilización macroeconómica. Marca, en cambio, el punto de inflexión de un modelo económico que ya no existe. Y con él, también se empieza a desmoronar un sistema de administración empresarial -y fisca- construido sobre la lógica de la licuación permanente.

Durante años, la inflación ofreció una forma tácita de defensa frente a la rigidez tributaria y a la incertidumbre financiera. Se podía acumular stock con expectativa de revalorización. Se podía endeudarse en pesos y dejar que el tiempo hiciera su trabajo. Incluso pagar tarde los impuestos tenía sentido: los intereses no llegaban a compensar la pérdida real de valor. Todo eso se acabó. Y lo que antes protegía, hoy puede ser la causa de una caída.

Lo que se avecina -y ya empezó a delinearse- es un nuevo contrato fiscal. No formal, pero inevitable. Un rediseño profundo de las reglas, las prácticas y los riesgos que empresas y Estado asumen en su vínculo recíproco. La anunciada reforma tributaria, de concretarse, apunta a la simplificación, a la eliminación de distorsiones y a una carga impositiva más razonable. Pero hasta que eso ocurra -si ocurre-, el régimen vigente sigue intacto, y castiga con dureza a quienes no entienden que las reglas ya cambiaron, aunque nadie las haya reescrito aún.

El problema no es solo técnico: es cultural. Muchos empresarios siguen actuando con reflejos que ya no aplican. Esperan una devaluación que aparentemente no llegará. Mantienen estructuras pensadas para un país que se administraba con inflación y vivía del cortoplacismo. Siguen sin revisar sus balances con criterio fiscal, sin planificar amortizaciones, sin ajustar quebrantos, sin cuestionar si los devengamientos contables se traducen en ingresos reales. Y la consecuencia es concreta: pagan más impuestos de los que deberían, con menos liquidez, más riesgo y mayor exposición.

Ejemplo: una empresa industrial que posterga el análisis contable de amortizaciones hasta después del cierre fiscal y pierde una deducción estratégica. No porque no tenía derecho, sino porque no hizo la tarea a tiempo. O una PyME que es objeto de retenciones y percepciones y acumuló un saldo a favor millonario, imposible de recuperar, mientras pide adelantos para pagar sueldos. En ambos casos, el problema -más allá de la norma, que en muchos casos es irrazonable- es la inercia.

Incluso la AFIP ya no es la misma. Hoy es ARCA, una agencia reestructurada, con nuevas autoridades, nuevas reglas internas y una dotación de personal bastante menor. La jubilación anticipada de funcionarios con experiencia, sumada al recorte general de recursos humanos, alteró la dinámica operativa del organismo. Para algunos, eso genera incertidumbre; para otros, oportunidades. Pero para muchos, implica un cambio de interlocutor. Y, por tanto, un nuevo mapa de riesgos que hay que saber leer.

La dimensión legal de esta transición es decisiva. Ya no basta con tener razón contable. En un entorno donde la ley penal tributaria sigue sin actualizarse, donde los criterios de interpretación son cada vez más volátiles, y donde el riesgo fiscal puede escalar a lo personal o penal con pasmosa facilidad, es imprescindible construir estrategias fiscalmente sólidas y jurídicamente consistentes. No hay margen para errores inocentes.

En ese marco, el federalismo fiscal también juega su parte. Mientras el Gobierno nacional impulsa una reorganización que exige eficiencia y responsabilidad, muchos fiscos locales siguen aferrados a modelos que se alimentan de la presión sin contraprestación. Ingresos Brutos, tasas sobre tasas, retenciones bancarias, regímenes de percepción asfixiantes: todo sigue ahí. Los «degenerados fiscales de siempre», esos que nunca ajustan ni ceden privilegios, resisten la transición con una voracidad que no es solo económica, sino ideológica.

Y las PyME, como siempre, son las primeras en sentir el impacto. Porque no tienen áreas fiscales internas, ni espalda para sostener saldos inmovilizados, ni capacidad para navegar solos un sistema tributario que muchas veces no está pensado para ellas. Mientras tanto, el mensaje es el mismo: cumplí, adelantá, financiá. Aunque no sepas cuándo -o si- te van a devolver lo que pusiste de más.

¿Y si llega la reforma? Bienvenida sea. Pero una buena arquitectura fiscal no se improvisa. Las empresas que hoy revisen sus estructuras, ordenen sus papeles, analicen sus contingencias y definan una estrategia adaptada al nuevo escenario, estarán mejor paradas. No solo para sobrevivir al presente, sino para aprovechar las oportunidades que vendrán con un sistema más racional -si es que alguna vez llega-.

Porque este nuevo contrato fiscal no tendrá firma. Pero tiene condiciones. Y la primera de todas es adaptarse. No por capricho, sino por necesidad. No por especulación, sino por prudencia. No porque el Estado lo exija, sino porque el contexto ya lo impone. Las empresas que lo entiendan a tiempo no estarán exentas de riesgos. Pero, al menos, no estarán desarmadas.

Por Diego Fraga
Socio de Expansion Business
Esta columna fue publicada originalmente el 24 de abril en El Economista

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